miércoles, 30 de abril de 2008

Fundamento del amor al prójimo

Discurso del padre San Alberto Hurtado a 10.000 jóvenes de la Acción Católica, en 1943

Quisiera aprovechar estos breves momentos, mis queridos jóvenes, para señalarles el fundamento más íntimo de nuestra responsabilidad, que es nuestro carácter de católicos. Jóvenes tienen que preocuparse de sus hermanos, de su Patria (que es el grupo de hermanos unidos por los vínculos de sangre, lengua, tierra), porque ser católicos equivale a ser sociales. No por miedo a algo que perder, no por temor de persecuciones, no por anti–algunos, sino que porque ustedes son católicos deben ser sociales, esto es, sentir en ustedes el dolor humano y procurar solucionarlo.Un cristiano sin preocupación intensa de amar, es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero desinteresado del mar, un músico que no se cuida de la armonía. ¡Si el cristianismo es la religión del amor! Como decía un poeta. Y ya lo había dicho Cristo Nuestro Señor: El primer mandamiento de la ley es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y añade inmediatamente: y el segundo semejante al primero, es amarás a tu prójimo como a ti mismo por amor a Dios (cf. Mt 22,37-39). Momentos antes de partir, la última lección que nos explicó, fue la repetición de la primera que nos dio sin palabras: Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado (Jn 13,34). San Juan en su epístola nos resume los dos mandamientos en uno: El mandamiento de Dios es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos mutuamente (1Jn 3,23). Y San Pablo no teme tampoco hacer igual resumen: No tengáis otra deuda con nadie que la del amor que os debéis unos a otros, puesto que quien ama al prójimo tiene cumplida la ley. En efecto estos mandamientos: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no levantarás falso testimonio; no codiciarás: y cualquier otro que haya están recopilados en esta expresión: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rm 13,8-9). En este amor a nuestros hermanos, que nos exige el Maestro, nos precedió él mismo. Por amor nos creó; caídos en culpa, por amor, el Hijo de Dios se hizo hombre, para hacernos a nosotros hijos de Dios (lo que a muchos, aun ahora, les parece una inmensa locura). El Verbo, al encarnarse, se unió místicamente a toda la naturaleza humana. Es necesario, pues, aceptar la Encarnación con todas sus consecuencias, extendiendo el don de nuestro amor no sólo a Jesucristo, sino también a todo su Cuerpo místico. Y este es un punto básico del cristianismo: desamparar al menor de nuestros hermanos es desamparar a Cristo mismo; aliviar a cualquiera de ellos es aliviar a Cristo en persona. Cuando hieren unos de mis miembros a mí me hieren; del mismo modo tocar a unos de los hombres es tocar al mismo Cristo. Por esto nos dijo Cristo que todo el bien o todo el mal que hiciéramos al menor de los hombres a Él lo hacíamos.Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta bajo tal o cual forma: paciente en los enfermos, necesitado en los menesterosos, prisionero en los encarcelados, triste en los que lloran. Si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia. Pero separar el prójimo de Cristo es separar la luz de la luz. El que ama a Cristo está obligado a amar al prójimo con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas. En Cristo todos somos uno. En Él no debe haber ni pobres ni ricos, ni judíos ni gentiles, afirmación categórica inmensamente superior al «Proletarios del mundo uníos», o al grito de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Nuestro grito es: Proletarios y no proletarios, hombres todos de la tierra, ingleses y alemanes; italianos, norteamericanos, judíos, japoneses, chilenos y peruanos, reconozcamos que somos uno en Cristo y que nos debemos no el odio, sino que el amor que el propio cuerpo tiene a sí mismo. ¡Qué se acaben en la familia cristiana los odios, prejuicios y luchas, y que suceda un inmenso amor fundado en la gran virtud de la justicia, de la justicia primero, de la justicia enseguida, luego aún de la justicia, y, superadas las asperezas del derecho, por una inmensa efusión de caridad.Pero esta comprensión ¿se habrá borrado del alma de los cristianos? ¿Por qué se nos hecha en cara que no practicamos la doctrina del Maestro, que tenemos magníficas encíclicas pero no las realizamos? Sin poder sino rozar este tema, me atrevería a decir lo siguiente: porque el cristianismo de muchos de nosotros es superficial. Estamos en el siglo de los records, no de sabiduría, ni de bondad, sino de ligereza y superficialidad. Esta superficialidad ataca la formación cristiana seria y profunda sin la cual no hay abnegación. ¿Cómo va a sacrificarse alguien si no ve él por qué de su sacrificio? Si queremos pues, un cristianismo de caridad, el único cristianismo auténtico, más formación, más formación seria se impone.Los cristianos de este siglo no son menos buenos que los de otros siglos, y en algunos aspectos superiores, tanto más cuanto que las persecuciones mundanas van separando el trigo de la cizaña aún antes del Juicio, pero el mal endémico, no de ellos solos, sino de ellos, menos que de otros, es el de la superficialidad, el de una horrible superficialidad. Sin formación sobrenatural ¿por qué voy a negarme el bien de que disfruto a mis anchas, cuando la vida es corta? En cambio cuando hay fe, el gesto cristiano es el gesto amplio que comienza por mirar la justicia, toda la justicia, y todavía la supera una inmensa caridad.Y luego, jóvenes católicos, no puedo silenciarlo: en este momento falta formación, porque faltan sacerdotes. La crisis más honda, la más trágica en sus consecuencias es la falta de sacerdotes que partan el pan de la verdad a los pequeños, que alienten a los tristes, que den un sentido de esperanza, de fuerza, de alegría, a esta vida. Ustedes, 10.000 jóvenes que aquí están, a quienes he visto con tan indecibles trabajos preparar esta reunión, ustedes jóvenes y familias católicas que me escuchan, sientan en sus corazones la responsabilidad de las almas, la responsabilidad del porvenir de nuestra Patria. Si no hay sacerdotes, no hay sacramentos, si no hay sacramentos no hay gracia, si no hay gracia, no hay cielo, y, aun en esta vida, el odio será la amargura de un amor que no pudo orientarse, porque faltó el ministro del amor que es el sacerdote. Que nuestros jóvenes conscientes de su fe, que es generosidad, conscientes de su amor a Cristo y a sus hermanos, no titubeen en decir que sí al Señor.Y como cada momento tiene su característica ideológica, es sumamente consolador recordar lo específico de nuestro tiempo: el despertar más vivo de nuestra conciencia social, las aplicaciones de nuestra fe a los problemas del momento, ahora más angustiosos que nunca. Dios y Patria; Cruz y bandera, jamás habían estado tan presentes como ahora en el espíritu de nuestros jóvenes. La caridad de Cristo nos urge a trabajar con toda el alma, porque cada día Chile sea más profundamente de Cristo, porque Cristo lo quiera, y Chile lo necesita. Y nosotros, cristianos, otros Cristos, demos nuestro trabajo abnegado. Que desde Arica a Magallanes la juventud católica, estimulada por la responsabilidad de las luces recibidas, sea testigo viviente de Cristo. Y Chile, al ver el ardor de esa caridad, reconocerá la fe católica, la Madre que con tantos dolores lo engendró y lo hizo grande, y dirá al Maestro: ¡Oh Cristo, tú eres el Hijo de Dios vivo, tú eres la resurrección y la Vida!

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